HELENA PETROVNA BLAVATSKY
(12 de agosto de 1831 - 8 de mayo de 1891)
Helena Petrovna vino al mundo de forma prematura, en la población de Katerinoslow, en la medianoche del 30 de Julio de 1831. Esta noche es la equivalente en el pueblo ruso a la mágica Noche de San Juan de algunas regiones de la Europa Occidental. Era una época posmedieval, zarista, donde el cercano contacto con Asia y la propia idiosincrasia rusa confería una visión de la vida mezcla de superstición, miedo y magia.
Nació en la familia del Coronel Peter Hahn, proveniente de la pequeña nobleza germano rusa que constituyó la mayor parte de la élite administrativa y militar de la Rusia decimonónica. Su madre, fértil escritora de novelas, pertenecía a la familia de los Dolgorouky. Murió cuando Helena contaba once años. Desde entonces la niña fue a vivir al castillo de sus abuelos.
Desde muy pequeña fue una niña rebelde e imaginativa: «colérica y de enojos violentos» para René Guénon, «elocuente e inventiva» según su propia hermana. Fue educada como una señorita de la nobleza, pero destacó en ella una faceta misteriosa que la marcó de por vida: poseía dotes insólitas para realizar extraños fenómenos; veía hadas, duendes y fantasmas; conocía y profetizaba el cercano porvenir a parientes y amigos; podía contemplar el pasado de un objeto sólo con tocarlo, sobre todo en los expuestos en el museo de sus abuelos; dominaba palomas, a las que hipnotizaba. Uno de los sucesos más curiosos y comentados de esta primera etapa de su vida sucedió cuando tenía catorce años. Mientras cabalgaba, accidentalmente cayó de su montura. Pero, en lugar de golpearse contra el suelo, quedó milagrosamente suspendida en el aire asida por extrañas fuerzas, y luego volvió a la grupa del animal. Este hecho se desarrolló ante la atónita mirada de varios testigos. Años después Helena afirmó que el poder que la salvó en aquella ocasión fue la mano de sus maestros, los que la protegerían el resto de su vida.
Su educación en aquellos años fue la de una dama de la nobleza rusa, acompañando estudios de inglés y francés con música y piano, instrumento para el que demostró tener unas grandes aptitudes. La casaron o «se casó» a los diecisiete años con el anciano Blavatsky, subgobernador de la provincia de Erivan, en Transcaucasia, buscando una excusa, según algunos biógrafos, que le permitiese liberarse de la protección familiar.
«Parece que ella pensó que el matrimonio le daría más libertad personal –comenta Williamn Kingsland–, pues de otra manera no hubiera consentido que se realizara la ceremonia, pero lo que después aconteció puede mejor imaginarse que describirse: después de una porfiada lucha en la que no pudo convencer a su esposo de que ella no estaba dispuesta a hacer ninguna concesión de mujer casada, escapó de la casa y se embarcó en un barco inglés que la llevó desde Poti a Constantinopla. Y así comenzó su nueva vida.»
Se supone que, al menos al principio, su intención era esperar a que transcurrieran cuatro años, según la costumbre rusa, para hacer efectiva la separación del viejo Blavatsky. Pasado ese periodo no volvió a Rusia. En cambio, por extraños motivos no aclarados, mantuvo el noble apellido el resto de su vida.
En Constantinopla encontró a una Condesa (Kisselev) amiga con quién viajó por Egipto, Grecia y otras partes del Este de Europa. Le ayudaba su padre enviándole dinero, pues comprendía las características y temperamento de su hija. Luego recorrió todo el mundo en lo que algunos han denominado su Wanderjahre, dándole, literalmente, la vuelta en varias ocasiones. En Egipto conoció a un viejo copto con el que estudió magia unos tres meses; en Nueva Orleáns investigó los ritos de los vudús; en Texas y México pasó grandes apuros mezclada con una banda de aventureros alcohólicos y violentos. Posteriormente fue al Norte de la India, intentando por primera vez entrar en el Tíbet. Estuvo en Ceilán (1850), Java, Singapur, Inglaterra (1853), Nueva York, Chicago, Montañas Rocosas, San Francisco, Japón, Calcuta (1855) y nuevamente el Tíbet en 1856. Siguió viajando por la India, luego se dirigió a Francia, después a Alemania, para volver con su familia a Rusia durante un periodo en el que sufrió una extraña enfermedad, atribuida a sus luchas por dominar conscientemente los poderes paranormales que siempre la acompañaron.
Helena P. Blavatsky producía numerosos fenómenos mediumnísticos que no dominaba por completo, siendo poseída por lo que definió en sus obras como «elementales», Espíritus de la Naturaleza que se manifestaban a través de ella, a veces produciendo sonidos como de campanillas, o precipitando rosas del cielo, materializando objetos en el aire, moviendo mesas y otros efectos paranormales. Esa situación, a veces curiosa e incluso no exenta de cierta gracia, le produjo muchos sinsabores, tanto por las críticas acusándola de farsante que recibió como, sobre todo, por la imposibilidad de dominar absolutamente los fenómenos.
En su viaje a Tiflis, su lucha interna por controlar esas fuerzas se convirtió en la batalla definitiva. Exteriormente se manifestó como una enfermedad, que a punto estuvo de llevarla a la tumba. Por las noches sus parientes veían el doble fantasmagórico de Helena salir de su cuerpo y adentrarse en un bosque cercano. Comentó después de superar su dolorosa crisis:
«Desde ahora jamás estaré sujeta a influencias externas. Los últimos vestigios de mi debilidad psicofísica han desaparecido para no retornar más. Estoy limpia y purificada de aquella terrible atracción hacia mí que experimentaban los ambulantes cascarones y afinidades etéreas. Soy libre, libre, gracias a AQUELLOS a quienes ahora bendigo a cada hora de mi vida.»
Recobró la salud y en 1863 partió para Italia. Viajó por toda Europa hasta 1867. En 1870 va desde la India a París pasando por el Pireo, Alejandría, Odesa y diversas ciudades de Oriente y Occidente, y por fin, en 1873, se dirigió a Nueva York con la «misión» de fundar una sociedad esotérica.
A sus cuarenta y dos años había sido corresponsal, luchado con las tropas de Garibaldi en Viterbo y Montana (1866), donde cayó gravemente herida y fue abandonada dada por muerta en el campo de batalla. En otra ocasión fue salvada milagrosamente de la explosión de un barco griego, que salía de Spezzia cargado de explosivos. También recorrió las selvas de América latina tras los secretos ocultos en las cuevas bajo la espesura, y viajó por los desiertos inhóspitos de Egipto y Asia. Fue iniciada en el Tíbet. Al final llegó a América del Norte, y unió su destino al de la floreciente nación de los Estados Unidos. Sin duda, que una mujer joven y en solitario viajase por el mundo con los pobres medios de transporte del siglo XIX y cierta precariedad económica, ya es en sí excepcional.
Sobre sus viajes hay opiniones encontradas, desde las que los rechazan por legendarios e imposibles, hasta las que los aceptan con todas las contradicciones que existen en sus relatos.
René Guenón comenta, refiriéndose especialmente a la estancia de Helena en el Tíbet:
«La verdad es que dicho viaje a Tíbet no fue más que pura invención de Madam Blavatsky […] no fue a la India antes del año 1878 y […] hasta la misma época nunca se había hablado de Mahatmas.»
Peter Washington comenta sobre sus viajes:
«Hasta llegar a América, veinte años más tarde, la vida de Blavatsky (tal como la contó a sus amigos y pretendidos biógrafos), está llena de anécdotas suficientemente exageradas como para provocar la incredulidad sin dejar de ser del todo creíbles.»
Algunos biógrafos, como Sinnett6, estiman que, si bien parte de sus viajes son verídicos y perfectamente comprobables, otros forman deliberadamente un entramado confuso, una cortina de humo que permite esconder estancias más largas e importantes, sobre todo en el Tíbet y en otros puntos de la tierra con características históricas y esotéricas que ella necesitaba visitar. Comentó en 1884:
«Viví, en diferentes períodos tanto en el Pequeño, como en el Gran Tíbet, y esos períodos combinados forman más de siete años.»
También se sabe que Helena tenía voto de no revelar determinados secretos y que para ello a veces mentía, aunque esto produjese flagrantes contradicciones. En una Carta de los Maestros a Sinnett, Moyra dice:
«No preguntéis y no recibiréis inexactitudes. A ella le está prohibido decir lo que sabe. Podrán cortarla en pedazos y no lo dirá. Más aún: se le ordena que en casos de necesidad despiste a la gente, y si ella fuera por naturaleza embustera sería más feliz y habría alcanzado su finalidad, hace ya rato. Pero es justamente aquí donde aprieta el zapato, Sahib. Es demasiado sincera, demasiado franca, demasiado incapaz de disimulo, y ahora está siendo diariamente crucificada por ello.»
En los Estados Unidos practicó el espiritismo y la mediumnidad consciente, y conoció al hombre con el que cumpliría la misión de su vida, el coronel H.S. Olcott (1836-1907). Agricultor experto en su juventud, participó en la Guerra Civil americana como oficial de transmisiones del ejército de la Unión. Más tarde fue comisionado especial del Ministerio de la Guerra para investigar a los especuladores, y participó como uno de los tres miembros de la comisión encargada de investigar la muerte de Abraham Lincolm, asesinado en 1865. Estudió abogacía y en 1870 estableció su despacho en Nueva York. Era un aficionado al Mundo Oculto e investigó los fenómenos espiritistas que en aquel entonces asombraban a propios y extraños.
Con el coronel Olcott Helena consiguió plasmar un sueño que ya intentara en Egipto: crear una asociación espiritual, una logia, un núcleo de Fraternidad Universal, un lugar de estudio de religiones y ciencias comparadas… Todo esto y más fue la Sociedad Teosófica. Blavatsky dedicó el resto de su vida a este Movimiento Espiritual; su fundación y la divulgación de los conocimientos perdidos eran parte de su misión histórica. Y aunque pagó un terrible precio con el deterioro de su salud y su prestigio en la sociedad, jamás renunció a ella.
Blavatsky volvió a viajar. Regresó a la India, propagó el mensaje teosófico y fundó numerosas logias. Más tarde tuvo que volver a Europa, acosada por las cada vez más duras críticas y por su precario estado de salud, pasando el final de sus días en Inglaterra, donde escribió La Doctrina Secreta, parte del Glosario Teosófico, la Clave de la Teosofía, la Voz del Silencio, numerosos artículos para las revistas teosóficas, y dando clases a los discípulos de la Sección Esotérica de la Sociedad Teosófica; un grupo de hombres y mujeres entre los que se encontraba Annie Besant y el español José Xifré. No sólo estudiaban de boca de la, para ellos, Maestra, el ocultismo tradicional, sino que tenían votos juramentados e intentaban cumplir los requisitos de una vida dedicada al ocultismo y el desarrollo de los poderes latentes.
La vida de Helena Blavatsky no es exclusivamente la vida de una mujer aventurera que creó un movimiento filosófico espiritual y ocultista, sino mucho más. Pasaba por haber sido iniciada en el Tíbet y haber aprendido allí arcanos misterios, y por ser la elegida por Hombres Sabios (la Fraternidad Blanca) para llevar a Occidente (como cada siglo según ciertas profecías) el conocimiento perdido de la Filosofía Hermética. Escribe en La Doctrina Secreta:
«Entre los mandamientos de Tsong Kha-pa hay uno que ordena a los arhates hacer un esfuerzo cada siglo, en cierto periodo del ciclo, para iluminar al mundo, incluso a los bárbaros blancos. Hasta hoy ninguna de tales tentativas ha tenido buen éxito.»
Desplegó a lo largo de toda su existencia extraños poderes y fenómenos, reales para algunos y fraudes para otros, que lamentó poseer en muchas ocasiones y que necesitó utilizar –a veces con mala fortuna–, para mostrar a un público escéptico y materialista la posibilidad de la existencia de un mundo invisible y espiritual. En muchas ocasiones lamentó que la gente se acercase a la Sociedad Teosófica con la intención de adquirir poderes semejantes a los de ella, en lugar de por el anhelo filantrópico que era el principal objeto de la Sociedad, expresado en su primer principio.
También lamentó haber hablado de Maestros y de Jerarquías Ocultas, pues el aislamiento de las mismas y su inaccesibilidad para la mayoría, provocó escepticismo cuando no risas burlonas, incluso a hombres tan preparados como Hume y Sinnett.
«¿Cómo – decían algunos– pueden existir unos hombres siempre jóvenes, de dilatada existencia, con conocimientos y poderes incalculables? ¿Cómo es posible que dirijan la evolución de la Humanidad? ¿Dónde están? ¿Por que no podemos verlos? ¿Por qué no se muestran abiertamente ante el mundo?»
Sin embargo, esta faceta de su mensaje es la «piedra» capital sobre la que se asienta toda la Doctrina que nos trasmitió.
A nuestro entender, es de gran importancia si Helena estuvo y fue iniciada en el Tíbet y, sobre todo, si realmente contactó con los Maestros Ocultos pertenecientes a la denominada Fraternidad Blanca. Si estos no existiesen, es verdad que gran parte de su Doctrina sigue siendo valida, pero lo fundamental de ella: la existencia de un grupo de Hombres Sabios velando por la Evolución de la Humanidad, ejemplo de lo que llegaremos a ser un día, custodios de los conocimientos alcanzados por antiguas civilizaciones, se vendría abajo, y todo lo demás perdería bastante sentido. Sin Maestros no hay Doctrina, sin Doctrina no tiene sentido la Sociedad Teosófica y su mensaje, como una religión no lo tiene sin Dios.
Helena Blavatsky fue controvertida y excéntrica. La persona más dulce y amable de la tierra en ocasiones, y el ser más sarcástico y aborrecible en otros. Lo habitual era que su elocuencia y capacidad narrativa atrajeran a la gente, encandilándola; pero a veces, sus expresiones de carbonero salpicadas de improperios e insultos hacían huir a cualquiera. Habló de misticismo, de pureza, de abstinencia, y ella era corpulenta hasta el punto de que en una ocasión tuvieron que izarla con una grúa a un barco, y fumaba y comía como un cosaco. Era capaz de criticar mordazmente sin dejar ninguna salida digna a su interlocutor, y en otras ocasiones era toda compresión y delicadeza. Su ascendencia aristocrática le hacía ser altanera y orgullosa, pero no dudó en cambiar su billete de primera por tres de segunda, para que una mujer y su niña pudieran viajar de Londres a Nueva York en barco, trocando un acomodado camarote por un viaje en cubierta a la intemperie y en las peores condiciones higiénicas.
Sus poderes le permitieron siempre conocer a la gente y sus talantes, y aún así permitió que entrasen en su casa personajes como el matrimonio Coulom, que más tarde le causarían desgracias y amargos sufrimientos.
Peter Washington la describe así:
«Los dedos solía llevarlos cubiertos de anillos, algunos con piedras auténticas y, en conjunto, parecía un paquete brillante y mal hecho. Era indiferente al sexo, aunque hablaba de él sin tapujos; más aficionada a los animales que a las personas; llana de maneras, sin pretensiones, escandalosa, caprichosa y un tanto ruidosa. Se mostraba habitualmente de buen humor, vulgar, impulsiva y afectuosa, y no se molestaba por nadie ni por nada.»
Sinnett de esta forma:
«Para nosotros fue un profundo enigma durante mucho tiempo y ese enigma ahora me lo he explicado parcialmente, por cierta información que he recibido relacionada con ignoradas leyes psicológicas a las cuales deben ajustarse, inevitablemente los iniciados en los misterios ocultos, y bajo las cuales se encuentra ella […] Algunos la recuerdan como vehemente y cambiante, declamando acerca de alguien que juzgara mal su trabajo y a la Sociedad; otros la recuerdan como serena y amena interlocutora de cuyos labios surgían inagotables descripciones de antigüedades mexicanas, o egipcias o peruanas, mostrando un conocimiento variado y vasto y una inagotable memoria para retener nombres y teorías arqueológicas de las que trataba, y que eran motivo de atracción para sus oyentes […] Su propia naturaleza era acogedora, su corazón afectuoso, como lo es todavía y lo será mientras viva, a pesar de los crueles desengaños y pruebas por las que ha pasado, de la enfermedad y del sufrimiento de sus últimos años, del punzante pesar por los errores irremediables que comprometieran el éxito de su causa. Nadie podría comprender a la señora Blavatsky a menos que la observará a la luz de la hipótesis, aún cuando no fuera más, de que fue el agente visible de superiores desconocidos y ocultos.»
Pero lo que sí la hace grande por encima de todas las vanidades e inmundicias humanas, fue su fidelidad desinteresada a sus Maestros, la entrega total a su misión histórica, el trabajo que realizó hasta la muerte, esmerándose por cumplir los designios de aquellos que la velaron durante toda su vida. Se cuenta que el momento más feliz de su vida fue cuando vio en Londres, en los terrenos de la Gran Exposición de Julio de 1851, a su Maestro Morya. Hasta entonces, si bien siempre la había acompañado de forma invisible, nunca lo había hecho de forma física. Escribió ella misma:
«Nuit mémorable. Certaine nuit par un clair de lune qui se couchait à –Ramsgate, 12 Août [31 de Julio en nuestro calendario] 1851– lorsque je rencontrai le Maître de mes Rêves.»
Para muchos, Blavatsky fue un ser excepcional, un discípulo o iniciado con una misión histórica. Alguien, siempre desconocido, que se inmoló ante la opinión pública con tal de que de nuevo volvieran los Misterios, se estudiase los entresijos del Alma y de Dios. Su personalidad combativa, fatal en algunas ocasiones, le fue muy necesaria para batallar contra propios y extraños, y sobrevivir a una sociedad que no la comprendía y que pretendió destruirla en pedazos.
Le traicionaron amigos y discípulos, le atacó el espiritismo y la iglesia protestante y la católica, los representantes de la ciencia oficial hicieron causa común contra la «hereje», e incluso el gobierno inglés en la India la tomó por espía; aunque ella también contraatacó y no con suavidad. Tal vez esta forma violenta de vivir fuese la única que tenía para hacerse oír; tal vez el escándalo era, en aquellos tiempos, el mejor método para que sus ideas llegasen más lejos, y el tiempo ha demostrado que, más de un siglo después, su obra ha dado frutos. No todas las semillas que sembró han fructificado, por que algunas están preparadas para crecer y desarrollarse en el futuro.
Helena Petrovna Hann Fadéef de Blavatsky murió a las once de la mañana del ocho de Mayo de 1891, sentada en su mesa de trabajo, todavía con un lápiz en la mano.
Unos momentos antes, los médicos que la visitaban la habían declarado fuera de peligro. Al marcharse estos, Helena se levantó de la cama y fue a su mesa de trabajo. Allí, sin que los que le hacían compañía tuvieran conciencia de ello, abandonó este mundo, dejando un legado de valor incalculable para la Humanidad y una misión de pesada carga, tal vez inacabada.
Murió sola, enferma del corazón y el hígado, vilipendiada por la Society for Phsyquical Reaserch de Londres y todos aquellos que la tachaban de impostora, especialmente en lo referente a los fenómenos parapsicológicos y a su pretendido contacto con «maestros ocultos» que vivían en las nevadas montañas del Tíbet. Quizá esta acusación fue la más grave que se le imputó, junto a la de asegurar que las cartas que estos le escribían a ella, Sinnett u Olcott, eran de su propia mano. Hemos de decir en su descargo que, aparte de haberse comprobado grafológicamente que no es cierto, hay que ponderar la prueba de que, después de muerta, otros miembros de la Sociedad Teosófica siguieron recibiendo sus cartas, como Annie Besant, Leadbeater o Jinarâjadâsa entre otros. Si las escribió otra persona, no se le puede acusar a Helena, y si las escribió ella desde el más allá, hay que reconocer que es algo muy, pero que muy notable.
Sin embargo, para nosotros, sin despreciar su personalidad como figura histórica, que lo fue, lo más importante es su Obra, su mensaje. Coincidimos totalmente con el siguiente texto de William Kingsland:
«Los incidentes en la vida pública de H.P. Blavatsky son de importancia secundaria. Las enseñanzas y no el autor son el centro del interés. Esas enseñanzas, la labor de toda una existencia de empeños y sufrimientos por la Humanidad, es lo que será tomado en cuenta por la posteridad. Muchas de sus enseñanzas fundamentales, rechazadas por la ciencia ortodoxa y la religión de su época, han sido ya aceptadas por los descubrimientos científicos y las investigaciones de los doctos. Solo el tiempo permitirá que sean apreciadas todas sus enseñanzas, y el nombre de H.P. Blavatsky será colocado y reverenciando entre los nombres de los grandes reformadores de nuestra época.»
José Rubio Sánchez
Extraído de: Pasajes Sobre el Porvenir. Profecías de H.P. Blavatsky para el Tercer Milenio.
PROGRAMAS DE RADIO EN LUCES EN LA OSCURIDAD (IVOOX):
VÍDEOS EN YOUTUBE:
jrubio@editorialdagon.es